EL BUDISMO Y EL SENDERO QUE SE BIFURCA


UNO

 

La avenida se había convertido en una larga procesión de luciérnagas rojas que destellaban en pareja. Se acentuaban frente a los caprichosos y arbitrarios stop de frenados de una caravana de automóviles, en una deliciosa combinación que reconocía parecidas sintonías.

La velocidad promedio de la autopista naufragó cuando desvié en la salida que el cartel indicaba “Al centro por Avenida Córdoba”, hace aproximadamente quince minutos.

No tenía apuro. Nadie me esperaba. Ansiaba llegar, eso sí, para tomar un baño, leer el último capitulo de “Buda” que había interrumpido en el campo cuando la noche se desplazaba sobre el monte cercano a la casa.

El conductor de la rural, se adelantó por la derecha. En su luneta trasera, dos chicos saludaban ajenos al tráfico y la rutina. Respondí manteniendo la vista en ellos, improvisando algunas “morisquetas” que arrancó sonrisas que no podía escuchar. Aceleré para acotar la distancia con el código secreto de señas y carcajadas silenciosas. El semáforo había cambiado rápidamente del verde a rojo, salteando el amarillo.

Frené con cierta dificultad. La rural aceleró y logró sobrepasar, en el cruce, la caravana que insinuaba por la izquierda. Quedé en primera fila para presenciar un enorme impacto sobre la puerta de un vehículo exactamente igual al mío y su inmediato desplazamiento sobre el pavimento, dando trompos. Observe, en la penumbra, al conductor aferrado al volante de un automóvil descontrolado y la inercia guiando a su antojo. Luces blancas y rojas se sucedían con la misma sintonía de una ambulancia mientras gritos destemplados y luego quejidos de dolor se combinaban con un incipiente olor a carne quemada.

Bajé apresurado. La intersección de las avenidas era la conjunción de varias procesiones a las que ordenadamente el semáforo procuraba equitativamente facilitar sus pasos. Nada delataba en el entorno ningún accidente. Mi auto seguía detenido. Detrás, una extensa cola. Confundido, me senté en la butaca, coloqué mi cinturón e instintivamente mi pie derecho en el freno.

El parabrisas volvía a mostrar las pacificas y por momentos ansiosas procesiones. El humor de los conductores estaban alterados. El fin de semana no los había sosegado o en todo caso, bastó ingresar en la urbe para que toda la inversión de sábado y domingo se dilapidara. Retuve mi vista en el semáforo.

Pensé en la lectura reciente e imaginé si la sensación percibida no describía mi inmediato destino de haber omitido el freno.

Los vehículos seguían atravesando la avenida.

El semáforo de altura permanecía en rojo. Sobre la acera que enfrentaba, un indicador peatonal se aceleraba. Personas con bolsos, disciplinadamente esperaba. Otros amagaban omnipotentes acortar el tránsito de la avenida perpendicular. Uno de ellos, me miraba fijamente , divorciado de la escenografía. Dirigí mi vista hacia él que era yo, viéndome desde esa esquina, aferrado al volante esperando la luz verde. Me miraba sin entender. Desde la acera, la fila se hacía infinita. Las bocinas comenzaron a reproducirse con un anárquico e impaciente ritmo. El auto permanecía quieto. La Luz verde habilitaba el paso. Me miraba sorprendido desde un ángulo atípico, sobre uno de los pilares que indicaba la parada de ómnibus. Me grité. En ese momento percibí mi demora y aceleré atravesando la avenida, encabezando la extensa fila mientras se  atenuaron con parsimonia, los bocinazos.

Espontáneamente mire por el espejo retrovisor derecho y alcancé a descubrirme , de pié, con una mano alzada, saludando…

 

DOS

 

La avenida se había convertido en una larga procesión de luciérnagas rojas que destellaban en pareja. Se acentuaban frente a los caprichosos y arbitrarios stop de frenados de una caravana de automóviles, en una deliciosa combinación que reconocía parecidas sintonías.

La velocidad promedio de la autopista naufragó cuando desvié en la salida que el cartel verde indicaba “Al centro por Avenida Córdoba”, hace aproximadamente quince minutos.

No tenía apuro. Nadie me esperaba. Ansiaba llegar, eso sí, para tomar un baño, leer el último capitulo de “Buda” que había interrumpido en el campo cuando la noche se desplazaba sobre el monte cercano a la casa.

El humor de los conductores estaban alterados. El fin de semana no los había sosegado o en todo caso, bastó ingresar en la urbe para que toda la inversión de sábado y domingo se dilapidara.

El conductor de la rural, se adelantó por la derecha. En su luneta trasera, dos chicos saludaban ajenos al tráfico y la rutina. Respondí manteniendo la vista en ellos, improvisando algunas “morisquetas” que arrancó  sonrisas que no podía escuchar. Aceleré para acotar la distancia con el código secreto de señas y carcajadas silenciosas sin percibir que el semáforo había cambiado rápidamente de verde al rojo, salteando el amarillo. La rural aceleró y acompañé su empuje, procurando sobrepasar la caravana que insinuaba por la izquierda. Sentí un enorme impacto sobre mi puerta y el inmediato desplazamiento sobre el pavimento , dando trompos. Me aferré al volante, consciente que había perdido el control y que la inercia guiaba a su antojo. El cinturón atrapaba mi cuerpo a la butaca mientras la cabeza giraba contradiciendo la dirección de los trompos. Luces blancas, rojas se sucedían con la misma sintonía de una ambulancia mientras gritos destemplados y luego quejidos de dolor se combinaban con un incipiente olor a carne quemada. Diapositivas de toda mi vida comenzaron a sucederse a una velocidad sorprendente sin perder su maravillosa definición, la última de las cuales se demoraba en cámara lenta, acompasada por la música del estéreo.

Había dejado de girar. Levanté la cabeza. Posiblemente los ojos. Frente al parabrisas roto, más allá, un grupo de vehículos detenidos. El primero de todos, igual al mío.

Me veo asomarme, apresurado, de pié, mirándome, perplejo, confundido, impotente, descuidando la vista hacia uno y otro lado, con la puerta abierta, volviendo a ingresar, indiferente al accidente y a mi estado

La intersección de las avenidas era la conjunción de procesiones que en forma desordenada el semáforo procuraba facilitar sus pasos entorpecidos por varios autos maltrechos. Enfrente, mi auto seguía detenido, esperando la luz verde.

Pensé inmediatamente en la lectura reciente e imaginé si la sensación percibida no describía mi inmediato destino de haber desacelerado y aplicado el freno.

Desabroché el cinturón y bajé con dificultades. Los vehículos se atropellaban procurando sortear los obstáculos. Busqué reparo en la esquina junto a un grupo de personas informales que volvían posiblemente de la playa, cargados con sus bolsos. Nadie se percató de mi estado por lo que deduje que me encontraba bastante bien. El indicador peatonal se aceleraba. Algunos disciplinadamente esperaban. Otros amagaban, omnipotentes acortar el tránsito de la avenida. Volví a mirar lo que antes deduje que había sido una alucinación. Ahí estaba, aferrado al volante, mirándome fijamente, divorciado de la escenografía dantesca de la colisión. Dirigí mi vista hacia él que era yo, viéndome desde esa butaca, paralizado  esperando la luz blanca peatonal. Me miraba sin entender. Desde el espejo retrovisor , la fila se hacía infinita. Las bocinas comenzaron a impacientar su ritmo. Me miraba sorprendido desde un ángulo atípico, Me grité. En ese momento percibí mi demora e intenté cruzar la línea de cebra en el preciso momento que cambiaba de tono. Esta vez me contuve y esperé quieto junto al cordón.

Me ví partir. Espontáneamente alcé la mano, saludando, mientras descubría mi propia mirada en el espejo retrovisor derecho.

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PARIS ES COMO VOS


PARIS ES COMO VOS…*

“Yo digo que París es una mujer y es un poco la mujer de mi vida…” (Diálogos entre Cortazar a Daniel Mordzinski).

París es como vos. Exactamente como vos. Se insinúa, te seduce, pero no se entrega. El descubrimiento reciproco es maravilloso. La primera cita inolvidable. Me mira, nos miramos. Ofrece su escote cerca del Moulin Rouge; responde al primer beso frente a la Tour Eiffel, te toma de la mano en las angostas callecitas del Latin Quarter, te acaricia suavemente el rostro detrás del Opéra; se resiste a la insistencia que genera el placer en Saint Germain y doscientos metros más allá, en la pequeña Place de Delacroix, en aquel banco de espaldas a la rue, detrás de la capilla, se dejó llevar por la pasión del momento sin perder ese aire fino y aristocrático de Champ Elysee.

París y vos tienen la melancolía de Montparnasse, la bohemia de Montmartre, el abolengo del Louvre,la nobleza de la Place Vendôme, la cultura del Barrio Latino, la rebeldía de le Bastille y la diversidad de sus habitantes, franceses, turistas, exilados y los amontonados en ghettos más allá de Montrouge, de Gentilly, de la Porte D´Orleans.

Jamás te rechaza. Tampoco se entrega. Deja que la descubran de a poco. Cada visita es una aventura, un descubrimiento, algo sublime e impredecible que te contagia de sueños, fantasías, anhelos, esperanzas, proyectos y un día cualquiera, preferentemente en Julio, decides quedarte a convivir con ella, pernoctar todas las noches y hacer el amor en sus dormitorios, en los estudios, en las bohardillas, en parques de madrugada; en cualquier rincón del metro, en oscuros pasajes de las iglesias, excitados por el pecado y reírnos cuando hablamos en francés, cuando cantamos en inglés, cuando gesticulamos como italianos o amamos como latinos y todo esta bien aunque todo este mal, porque lo accesorio no debe confundirnos ni enfrentarnos ni deprimirnos.

París es impredecible. Sus humores son proporcionales a su desencanto. Necesita, igual que vos, que la mimen, sentirse acompañada, querida, extrañada, amada, contenida.

La distancia, la incomunicación, igual que vos, la pone de mal humor. No es de las que toma la iniciativa. No ha sido educada así. Te espera, me espera, todos los años y me recibe con toda la sonrisa que su boca puede contagiar y me abraza, tiernamente. Al principio como un amigo que hace tiempo que no ve y extraña. Después, con los días, como al compañero de toda la vida y más tarde, como si necesitara estar seguro de tus sentimientos, te recibe como el amante deseado y era parte de sus sueños.

Tiene “Unami”, una palabra en japonés que quiere decir “otro sabor”. Todos los años, sabe a perfumes que complementa las papilas y me muero de amor, con las mismas ganas que saboreo un helado, así por capas y me dejo llevar por tus calles, sin reloj, por tus veredas sin baldosas, recorriendo librerías, haciendo pausas en sus incontables bares, de espaldas a la barra, en pequeñas mesas, hombro con hombro con anónimos cómplices que contemplan igual que vos, igual que yo, las etnias transitar por tu prolija urbanización.

Camino hasta el canal Saint Martin donde los barcos en un sube y baja atraviesan los mostradores a la altura de sus calles y contemplo el trabajo de las exclusas, cubiertas de musgos, desde los balcones de la rue, distribuyen el agua para nivelar los escalones y se me parece a tus estados de ánimo, a veces tan cambiantes. El solitario marinero, recogiendo sus cabos, erguido, en popa, que navega cual almirante sin charretera, parece copiar tu actitud tan introvertida, aquella que en silencio, te hace desaparecer hacia un mundo propio, apartado de todo y de todos y me quedo absorto mirando como se aleja, sin vela, a puro motor, buscando posiblemente el mar, más allá, mucho más allá de lo que pueda abarcar mi mirada, igual que vos.

París, París, París en diástole, París en sístole, tú corazón murmura, la voz es un susurro gutural que me embriaga, las orillas del Sena se iluminan de un apagado pastel y Edith Piaf, Jacques Brel, Serge Gainsbourg, Mireille Mathieu, en un coro de voces, nos cantan cerca de Notre Dame para acunarte y acunarme, demorados por la brisa, la luna y la canción.

París es como vos, exactamente como vos. Te imagino en los afiches de Toulouse Lautrec, en las pinturas de Monet, de Renoir, de Pissarro, en Cézanne, en los dibujos de Picasso; te busco entre las bailarinas de Degas y cuando no te encuentro, te procuro en las librerías, en algún personaje de Víctor Hugo, lejos de la Peste en Camus, con la racionalidad de Voltaire, en el existencialismo de Sartre, en algún museo renacentista con Dumas, en la lectura de Zola, en Breton, en la condición humana que describe Malraux o en la fortaleza y no en la decadencia de Duras o Yourcenar. Entonces me acuerdo de Cortazar, cronopio que también la amó y en tantos argentinos que han sido sus amantes y de nuestras íntimas historias que nos han mantenido felices y angustiados, dichosos y encontrados, maravillosamente enamorados a pesar de la distancia.

(*) Extraido del Capitulo 61 de “AQL”